(EDITORIAL): Sobre amenazas, prohibiciones y orín azul
La hipótesis de la disuasión (deterrence hypothesis) predice que la introducción de una pena tiende a reducir las conductas sujetas a ésta. Es uno de los sustentos teóricos de las multas. Pero para que la disuasión sea efectiva es necesario comunicar clara e inequívocamente que la pena existe. Londres, por ejemplo, es una ciudad que impresiona al turista primerizo por lo prolífico de sus amenazas, muchas de las cuales incluyen el precio que los violadores deberán pagar. Activar la alarma del metro sin razón: 50 libras. Detener la escalera mecánica sin motivo: 200 libras. Personalmente me parece que jugar con la alarma del metro es mucho más divertido y barato. Pero, curiosamente, habiendo viajado cientos, tal vez miles, de kilómetros en el London Underground, sólo en una ocasión alguien activó la alarma: un turista que se agarró del dispositivo asumiendo que era otra manija más. Experiencia similar con las escaleras: sólo una vez supe de una que tuvo que ser detenida, respondiendo a los gritos de una mujer cuyo hijo estaba en algún aprieto - literalmente.
Mi impresión, soportada por estas dos observaciones, es que el tamaño de la multa no es demasiado relevante. Diez, 50 o 200 libras tienen mas o menos el mismo efecto, si la falta en cuestión es algo que una persona razonable no haría de cualquier manera (parar un tren demora a cientos de personas, detener una escalera mecánica posiblemente termine con varios accidentados, algo que pasa frecuentemente en Tokyo, donde en cada peldaño viajan 7 tipos):
Pero las multas disuasivas abarcan un amplísimo espectro. Están por supuesto las que podría catalogar como bien común o relativas a seguridad: no tapar los detectores de humo en un avión, algo que tienta a los fumadores empedernidos. Otra clase son las económicas, el clásico es el anuncio al comienzo de los DVD - en USA la amenaza va firmada por el FBI, quien te avisa que copiar la película que estás por ver puede resultar en 1 año de prisión y/o un cuarto de millón de dólares de multa. Insisto: detener un tren en Londres es una ganga. La tercera categoría que identifico es mucho más cuestionable, pues se trata de arbitrar entre los derechos de los varios interesados: a unos les gusta alimentar a las palomas en la plaza, otros las consideran ratas voladoras (dispersa-mierda) y han conseguido imponer multas para limitar la actividad de los primeros. Levantar el popó caliente del perro (no hacerlo cuesta en algunas ciudades inglesas 1000 libras). En India son comunes los carteles alertando sobre el precio a pagar por hacer pipí en lugares no habilitados. La corona en la tercera categoría se la lleva sin dudas Singapur y su prohibición de importar chicle. La ciudad-estado solía pensar que el chicle era indigno y que el costo de limpiarlo de la vía publica es excesivo comparado con el beneficio asociado - pena por importar chicle a Singapur: 5000 dólares (hoy la veda no es total). ¿Sirven pues las penas? ¿En todos los casos? Y, en caso afirmativo, ¿cuál es el precio óptimo? Al rescate llegan Uri y Aldo, dos científicos israelíes que se ocuparon de analizar el efecto de la introducción de multas (y cubierto en el entretenidísimo libro Freakonomics). El sujeto de su estudio fue el day-care, varios centros donde los padres trabajadores pueden dejar a sus hijos entre las 8:00 y 18:00. Muchos de los centros estudiados en ese momento no aplicaban una política de multas por demora en recoger a los niños, un problema con una cierta ocurrencia que en todos los casos incomodaba a los empleados, que necesariamente debían trabajar horas extras (y en muchos casos con cargo a la operadora del day-care). La tardanza de los padres era un problema real. Intuitivamente se esperaba que la introducción de una multa (x dólares por cada 10 minutos de demora) redujera la incidencia de este problema.
El estudio demostró que las multas no solo no reducen el problema: lo aumentan. La explicación es algo así: cuando no hay un costo asociado a llegar tarde, el padre siente toda la presión de estar perjudicando a varios terceros: su hijo por supuesto y el/los empleados del centro que deben postergar sus vidas personales hasta que él llegue. Por supuesto habrá emergencias o situaciones especiales pero la respuesta más normal será un máximo esfuerzo para llegar a tiempo.
Una multa no es otra cosa que un precio, que se procesa en los mismos centros lógicos que cualquier otra posible transacción financiera. Si el day-care dice que cada 10 minutos de su tiempo valen 10 dólares, yo tengo derecho a decidir si lo que sea que estoy haciendo vale mas de 10 dólares, en cuyo caso elijo continuar haciéndolo y demorarme en llegar SIN CULPA ALGUNA (porque en el día a día los procesos de compra venta se asumen justos, caso contrario uno se quedaría con el dinero en el bolsillo y el otro con el bien o servicio en la estantería).
Una alternativa interesante son las multas cuya pena es la vergüenza pública. Nuestra imagen pública es algo caro, hemos invertido años en ella. Una lista pegada en la puerta del day-care con el ranking de los padres que llegan tarde por sus hijos se me ocurre tendría más efecto que la multa o la inacción. Lamentablemente los israelíes no probaron este camino.
Pero cuantas veces, después del tercer Gin & Tonic, lo único que me contuvo de no mearme en la pileta fue el cartel: advertencia, esta piscina contiene químicos que cambian de color en presencia de orina. La diabólica aureola incriminadora...
Sergio Sapio
PS: No existen químicos capaces de cambiar de color el agua alrededor de una persona en presencia de orina en una pileta - esto es sólo una leyenda urbana. Me enteré de esto hace escasas dos semanas... el verano me espera.
No comments:
Post a Comment